Poética del color y las formas en la obra de Verónica Romero

Hasta qué punto nuestra mirada no es más que un cauce que nos lleva desde la retina hasta nuestro corazón. Miramos el mundo, miramos lo que nos rodea. Lo hacemos una y otra vez. Mirar es reconocerse y reconocernos en la luz. La mirada es una chispa que cobija el incendio que arde o debe arder en nuestros sentidos. Mirar, sobre todo un cuadro, es más allá de enfrentarse a un objeto que alguien nos ha puesto delante, que lo ha colgado en la pared como se cuelga cualquier cosa. Pero un cuadro es otra cosa. Un cuadro, una pintura queremos decir, es la constatación de un hecho trascendente. Lo que se ve no es solo lo que se ve. Más allá del contenido observable, ya sea un paisaje, una figura o una abstracción hay, principalmente, un trasunto que viaja desde la realidad a otra realidad a través del color y las formas para que el que mira se adentre en su interior y comience a escudriñar la sutileza de los sueños. Toda creación es un sueño vertido en un soporte, en nuestro caso la superficie de un lienzo.

Eso es lo que hace Verónica Romero, trasgredir lo inasible para convertirlo en sustancia de nuestra mirada. El cuadro, sus cuadros, son esos recipientes en donde se cobijan el misticismo y el color, la geometría y el silencio, las formas que conforman un hábitat de serenidad y equilibrio, de planicies desnudas donde la recta o la curva deslizan un paisaje sobrio envuelto en un silencio de mesura y recogimiento para morar dentro de nosotros mismos. De ahí que llame «moradas» a sus resoluciones plásticas. De ahí que recoja de Santa Teresa ese término que invita a otro tipo de oración, a otro entender y expresar el mundo desde formulas pitagóricas. Se trata de un arte de estructuras geométricas; es decir, de un arte de formas geométricas ya que las formas geométricas no son más que formas abstractas surgidas de la observación del orden natural, son configuraciones que provocan nuestra imaginación y que están presentes en todas las artes y son comunes a todas las civilizaciones: el cuadro, el triángulo, el círculo, etc.

Pero el arte geométrico no se ha inventado ahora. No es otra impostura de las vanguardias del siglo XX o del XXI. A lo largo de todo el desarrollo artístico de la humanidad siempre ha estado presente. Desde el Paleolítico, donde el hombre hacía uso de la representación de la figura, también encontramos un arte representado por formas geométricas y trazos lineales de carácter abstracto; o en el Neolítico donde la decoración geométrica en las vasijas de barro es el medio de expresión predominante, adentrándonos después en el uso de la ornamentación (grecas, orlas, cenefas) de los mosaicos tanto griegos, romanos o paleocristianos; e incluso en la sistematización de la perspectiva en el Renacimiento, y no digamos en el arte islámico cuya abstracción geométrica es una realidad en sí misma para representar a Dios y el universo, se viene utilizando las formas geométricas como medio de representación visual por la amplia funcionalidad especulativa y simbólica que tiene y que desembocó, en el siglo XX, en determinados movimientos vanguardistas, llámense constructivismo, suprematismo, neoplasticismo… (Kazimir Malévich, Josef Albers, Frank Stella, Max Bill, Kenneth Noland, Barnett Newman, Mark Rothko, y tantos otros) continúa en nuestros días siendo un medio expresivo fundamental en la obra de muchos artistas. Es el caso de Verónica Romero.

Su pintura es ante toda una suerte de conceptos simbólicos y semióticos que están asociados a las formas geométricas y, por lo tanto, guardando una estrecha vinculación con el misticismo, de ahí que llame «moradas», como llamó Santa Teresa a su famoso tratado de oración, a cada una de sus composiciones.

Decía Maurice Denis que «a través de la superficie del color, del valor de los tonos y de la armonía de las líneas es como se llega a la mente y suscitar las emociones». Verónica Romero, y como la abstracción es la función esencial del espíritu humano, lleva a cabo una decidida voluntad de simplificar sus composiciones y hacer –si cabe así decirlo– un uso espiritual del color. Hay en todo este quehacer una actitud poética y un planteamiento reflexivo. Sin caer en el minimalismo, su gramática pictórica deviene una especial fijación por el color, un color no construido a pesar de su simplicidad por tintas planas sino por la acumulación de capas sucesivas de acrílico que en la superficie del lienzo tratan de conformar estructuras homogéneas, revestidas al mismo tiempo de ciertas calidades. El contorno de las formas, a su vez, vienen delimitadas por líneas difuminadas, sin límites claros, más bien parecen desenfocadas, que tratan de romper la dureza de los distintos espacios de la composición con unas demarcaciones menos acusadas y más sugerentes como si quisiera con ello quebrar la uniformidad de los distintos elementos que la componen.

Al mismo tiempo, Verónica Romero intenta situarse en un espacio intermedio entre la superficie pictórica y el cuerpo tridimensional. Resultado de ello es toda una serie de obras que representan (son) cubiertas de libros intervenidas donde, a partir de un título conocido, ya sea novela o ensayo, y a modo de alegoría, sin obviar los esquemas estructurales de sus cuadros, va creando nuevas formas geométricas capaces de expresar por sí solas conceptos y significados. Un arte por tanto más conceptual que expresivo cuyas formas, y parodiando a Santa Teresa y su castillo interior, «muchas veces, por un modo que yo no sabré decir, se da a entender mucho más de los que ellas…» por sí mismas dicen.

Antonio Abad

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